“This life that is always over». The purest zen.

– Katmandú, marzo 2015 -.

Me despertó mi propia voz queriendo alcanzar el grito casi inmóvil: ¡Socorro!. Y lo recordé, recordé instantáneamente el sueño. Y con el sueño, a mi madre y a mí riéndonos en el pasillo a carcajadas del parecido socorro jadeante que escuchamos de mi padre en alguna de sus siestas en la casa donde veraneamos en Punta Umbría.

En cualquier caso, no creo que estos socorros descolgados del vacío nos pertenezcan. Ni a mi padre, ni a mí. Cuando nuestros cuerpos ya no estén más aquí, habrá otras almas en otros cuerpos viviendo en las casas que ahora nos pensamos nuestras, y despertándose como nosotros en el medio de la noche, intentando despertar de un sueño que nunca despierta.

Por mucho que evoque mis sueños, no los suelo recordar.. Solo aquel que se me repite en el último año: quiero despertar, quiero abrir los ojos, y no puedo. Aunque el escenario cambia, la inmovilidad de los ojos es la misma. Todo gira en torno al despertar, y el agobio insano que conlleva no poder hacerlo. Y sabiendo que los sueños no caen del cielo en cualquier momento en la vida de una persona, había algo incomunicado en ese sueño mío que exigía integrarse para poder conocer el posible mensaje que su reiteración quería susurrarme.

Pues eso, que me destapé a la misma vez que mis pies se quitaban los calcetines y cogía mi mano el móvil para ver la hora. Veo que son las 5.30a.m, y una foto de la familia en un restaurante hindú en Madrid que me envía mi prima. Sonrío de verles a todos. Aprovecho, cedo a mi inquietud, y le escribo a intervalos y bostezos las rayas del sueño. Para que no se me olvide prima, le garabateo. Y perdona por el rollo.

Lejos, de lejos camino en la ría de Punta. Es como si fuese mi sombra la que camina. Llevo algunos libros y la ropa en mis brazos. Veo a todos mis amigos en el pantalán, esperando a montarse en el barco para pasar el día en el mar. Puedo sentir a unos más que otros, como a Raquel, Fal o Reyes. Es una escena reconocida, de una infancia que no expira. Sin enlace, con la ropa y con los libros en los brazos, paso de largo, y me sumerjo en el agua de la ría para darme un bañito onírico. Me empieza a llevar la corriente – marea. Me doy cuenta que Reyes viene detrás. Comenzamos a nadar a contracorriente como cuando éramos pequeñas y nadábamos a los barcos. Y el caso, es que reyes se sube a una roca y se salva y vuelve con todos al barco. Pero yo no, lo único que se salvan son mis libros que los arrojo a la misma roca frondosa y absurda, y me sigue llevando la corriente: la ría ya no es ría, es un océano sin fin. Todo oscuro, y en medio de ese océano, aparecen unos puestos indios  flotantes, y unas puertas –que parecen baños- enquistadas en medio de esa ría convertida en océano. Ahí veo mi salvación, porque lo que me suscita el sueño es que hay un peligro inminente de desaparecer, de perderme, de borrarme, de que la corriente me lleve a lo desconocido.. y consigo agarrarme a algo de la tercera puerta, de dónde sale luz y vida entre la oscuridad por la ranura de abajo. Vuelvo a tratar de gritar, y no me sale la voz, hasta que por fin me sale un grito efusivo sin audiencia: ¡socorrro!. Y su eco me despierta abruptamente.

En el mismo día del sueño, volaba de nuevo a Delhi, para encontrarme con un amigo, y viajar juntos algunos días por el Rajastán, pero mi vuelo fue cancelado por un altercado en el aeropuerto de Katmandú. Así que todos mis planes se pusieron a hervir de nuevo. Solo podría volar 3 días más tarde…. Las sensaciones del sueño me asistieron a intervalos durante el día.

Al día siguiente, saboreando el último trago de un delicioso café, cambié radicalmente mis planes de quedarme por Boudha por no poder ir a Delhi, y me fui a Pasupatinath, uno de los templos más sagrados de Shiva, y donde se llevan a cabo las cremaciones de los muertos. Algún hilo invisible de aquel sueño medio creado, de aquel ir a la deriva sin timón ni horizonte, me hacían querer ir a las cremaciones, como si me pudiesen desvelar algo.

Quería ir sola.

Marta CarrascalMe llené de humo, y me embriagué de mis propias palpitaciones y del olor de la grasa de los cuerpos quemándose. Me zambullí en un espacio deshabitado de generaciones viendo cómo orientaban su cuerpo al sur para bañarle y purificarle vistiéndole de blanco, vi estremecida cómo le ponían las coronas de flores naranjas por todo su cuerpo, y cómo la corriente del río Bagmati se llevaba las prendas de su ropa, a la misma velocidad que yo veía algunos episodios de mi vida pasar, evocándome que todo en este mundo nos es prestado. Para ver más de cerca, me puse de puntillas, y ya no le veía a él, miraba a hurtadillas a mi abuelo a través de la rendija de la puerta de la habitación donde yacía su cuerpo, no sabiendo muy bien qué tenía qué sentir. Y por un instante, dejé de oler a carne quemada y me llegó el perfume de mi tía a jazmín. Y aunque la ceguera no me dejó asistir a la liberación del alma que habitó en este cuerpo durante algunos años, presencié durante horas la escrupulosa, extraordinaria y pavorosa transformación de éste en cenizas regresando de manera conmovedora a la tierra, el agua, el fuego, el viento, y el éter. Y con todo esto, mi letanía de cuando era pequeña me venía: “qué pena que todo se acabe por dios”, y la sensación de miedo de no saber qué vendría cuando todo se acabase…. Y la pregunta eterna de si las sensaciones también mueren, o si se mantienen vivas en nuestra próxima vida para poder reconocernos de nuevo.

Seguí observado las llamas, y el fuego…. y sin saber otra vez muy bien qué tenía qué sentir, y sin saber muy bien dónde estaba “yo”, y dónde estaría mi puerta de embarque a / en este mundo, yo también me iba despidiendo de este cuerpo que se descomponía en cenizas.

Por primera vez, sin ser premeditado, mis manos se juntaron en mi frente, y con la cabeza inclinada, y los ojos cerrados: me vino el sueño.

y el agua,

y la corriente,

y la oscuridad de la noche,

y la puerta con luz,

y la dificultad en gritar,

y la necesidad de ser escuchada,

y la marea que nos lleva,

y el querer salvarme,

y el miedo a morir,

y el despertar de un sueño que quizás nunca haya sido soñado.

“Así como los hombres se despojan de sus vestimentas usadas y, adquiriendo nuevos ropajes, deciden: “Éstos usaré hoy”, así el alma se deshace también calladamente de su vestidura de carne, y pasa luego a heredar un nuevo ropaje” Bhagavad Gita.

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